‘Estados Unidos está exportando obesidad’: Rogoff
Su cultura del azúcar y comidas procesadas les hacen un grave daño a millones de personas del mundo.

El peso promedio de una mujer estadounidense es hoy superior al peso de un hombre estadounidense en 1960: 75 kilos.
Foto:
Spencer Platt / AFP
Por:
Kenneth Rogoff - Project Syndicate
06 de enero 2018 , 10:55 p. m.
Mientras la administración del presidente estadounidense, Donald Trump,
mantiene una actitud agresiva en las negociaciones comerciales y
rescinde sistemáticamente las regulaciones introducidas por el
presidente Barack Obama, una de las víctimas probablemente sean los
esfuerzos por combatir la epidemia de obesidad global.
Sin controles, las tasas
de obesidad en rápido crecimiento podrían desacelerar o hasta revertir
las enormes mejoras en la salud y expectativa de vida que han
beneficiado a gran parte del mundo en las últimas décadas. Y al
imponerles su cultura alimenticia a países como México y Canadá, Estados
Unidos no hace más que agravar el problema.
Una de las paradojas
del capitalismo global moderno es que mientras más de 800 millones de
personas en el mundo no tienen suficiente para comer, se calcula que 700 millones de personas (entre ellas 100 millones de niños) son obesas. Por
supuesto, los dos grupos no necesariamente están relacionados de manera
directa. Una proporción considerable del hambre mundial se produce en
países que sufren luchas internas o una seria disfunción gubernamental.
Sin embargo, la epidemia de obesidad tiene un impacto mucho más amplio, y afecta a las economías avanzadas y a la mayoría de las emergentes. Si bien existe cierta conexión entre la obesidad y la pobreza dentro de los países, es notable que las tasas de obesidad en países ricos como Estados Unidos, el Reino Unido y Canadá estén entre las más altas del mundo.
El Centro para el Control de las Enfermedades de Estados Unidos (CDC, por su sigla en inglés) calcula que el 36,5 por ciento de todos los adultos estadounidenses –más de un tercio del total– son obesos: personas que tienen un índice de masa corporal de 30 o superior. Y lo mismo pasa con el 17 por ciento de los niños y adolescentes entre 2 y 19 años.
Según el CDC, el peso promedio de una mujer estadounidense es hoy superior al peso promedio de un hombre estadounidense en 1960 (75 kilos). En 1960, el peso promedio de una mujer era de 63,5 kilos, mientras que el peso promedio de un hombre hoy es 88,5 kilos. (En el mismo período, la altura promedio de los estadounidenses aumentó solo 2,5 cm).
Esta misma dinámica está teniendo lugar en todo el mundo, con tasas de obesidad que se disparan en Europa, América Latina y hasta en China. Y si bien es difícil medir las consecuencias para la salud en el largo plazo, existen muchísimas pruebas de que la obesidad contribuye significativamente a tasas superiores de la diabetes de tipo II, ataques cardíacos y ciertos tipos de cáncer.
Los costos de salud son impactantes: se calcula que rondan los 200.000 millones de dólares por año solo en Estados Unidos. Y considerando que las tasas de obesidad infantil en alza a nivel mundial presagian problemas de salud significativamente mayores en la población adulta en el futuro, es probable que los costos aumenten considerablemente.
Un estudio reciente del ‘New England Journal of Medicine’ estimó que el 57 por ciento de los niños estadounidenses corren hoy serio riesgo de ser personas obesas cuando lleguen a los 35 años de edad, por la forma como se alimentan y una vida sedentaria.
Sin embargo, la epidemia de obesidad tiene un impacto mucho más amplio, y afecta a las economías avanzadas y a la mayoría de las emergentes. Si bien existe cierta conexión entre la obesidad y la pobreza dentro de los países, es notable que las tasas de obesidad en países ricos como Estados Unidos, el Reino Unido y Canadá estén entre las más altas del mundo.
El Centro para el Control de las Enfermedades de Estados Unidos (CDC, por su sigla en inglés) calcula que el 36,5 por ciento de todos los adultos estadounidenses –más de un tercio del total– son obesos: personas que tienen un índice de masa corporal de 30 o superior. Y lo mismo pasa con el 17 por ciento de los niños y adolescentes entre 2 y 19 años.
Según el CDC, el peso promedio de una mujer estadounidense es hoy superior al peso promedio de un hombre estadounidense en 1960 (75 kilos). En 1960, el peso promedio de una mujer era de 63,5 kilos, mientras que el peso promedio de un hombre hoy es 88,5 kilos. (En el mismo período, la altura promedio de los estadounidenses aumentó solo 2,5 cm).
Esta misma dinámica está teniendo lugar en todo el mundo, con tasas de obesidad que se disparan en Europa, América Latina y hasta en China. Y si bien es difícil medir las consecuencias para la salud en el largo plazo, existen muchísimas pruebas de que la obesidad contribuye significativamente a tasas superiores de la diabetes de tipo II, ataques cardíacos y ciertos tipos de cáncer.
Los costos de salud son impactantes: se calcula que rondan los 200.000 millones de dólares por año solo en Estados Unidos. Y considerando que las tasas de obesidad infantil en alza a nivel mundial presagian problemas de salud significativamente mayores en la población adulta en el futuro, es probable que los costos aumenten considerablemente.
Un estudio reciente del ‘New England Journal of Medicine’ estimó que el 57 por ciento de los niños estadounidenses corren hoy serio riesgo de ser personas obesas cuando lleguen a los 35 años de edad, por la forma como se alimentan y una vida sedentaria.
Una cultura que pondera la comida procesada y estilos de vida sedentarios es el eje del problema
Las causas de la
obesidad son múltiples y complejas. Sin embargo, un creciente cuerpo de
evidencia sugiere que una cultura que pondera la comida procesada y
estilos de vida sedentarios es el eje del problema. En los mercados
emergentes, una rápida urbanización es otro factor importante, así como
el deseo de emular estilos de vida occidentales.
Muchos gobiernos han lanzado iniciativas para mejorar la educación alimenticia. Desafortunadamente, la publicidad de la industria por lo general eclipsa estos esfuerzos, al igual que los propios esfuerzos de los lobistas comerciales de Estados Unidos por imponerle los alimentos procesados y la comida chatarra al resto del mundo.
Resulta difícil ignorar el hecho de que la tasa de obesidad adulta de México se ha disparado desde la adopción en 1993 del Tratado de Libre Comercio de América del Norte. Si bien existen muchas causas, la inversión extranjera directa post-TLCAN en la industria de alimentos procesados y un incremento de la publicidad inciden de manera importante.
El consumo mexicano de bebidas azucaradas prácticamente se triplicó entre 1993 y 2014, y un nuevo impuesto a las bebidas azucaradas solo mitigó ligeramente la demanda. El otro socio del TLCAN, Canadá, también ha experimentado un incremento de la obesidad, en parte porque las importaciones estadounidenses han llevado a una marcada caída de los precios de la fructosa.
Es lamentable que los reguladores gubernamentales hayan actuado con tanta lentitud a la hora de intentar revertir estas tendencias, por ejemplo, ayudando a educar a la población sobre la ciencia de la alimentación. Y, durante demasiado tiempo, gran parte de la educación oficial antiobesidad se ha centrado en regular mecánicamente la ingesta de calorías, sin tener en cuenta que los diferentes alimentos tienen efectos drásticamente diferentes en el apetito (como resalta David Ludwig, profesor de la Facultad de Medicina de Harvard, en su excelente libro ‘Always Hungry’).
Los escépticos pueden señalar que los lineamientos sobre nutrición parecen cambiar constantemente, y que los alimentos pecaminosos del año pasado se convierten en los superalimentos de este año, y viceversa. Aunque esto tiene algo de verdad, la realidad es que la investigación sobre nutrición ha hecho un progreso significativo en las últimas décadas.
El Gobierno tiene otras herramientas a su disposición, más allá de la educación, para afectar los hábitos de comida de la gente. Puede y debe poner mayores restricciones a la publicidad dirigida a los niños, como han hecho el Reino Unido, Francia y otros países; la obesidad en los primeros años de vida puede causar problemas para toda la vida. (En Francia las bebidas gaseosas o con alto contenido de azúcar están gravadas y el Reino Unido anunció que hará lo mismo. Y esos recursos se usan para programas que estimulan el deporte, la actividad física y la comida sana).
Más allá de esto, David Ludwig, Dariush Mozaffarian, de la Tufts University, y yo hemos propuesto implementar un impuesto a los alimentos procesados, de la misma manera que se grava al tabaco. Los ingresos generados por el impuesto podrían utilizarse para subsidiar alternativas más saludables.
Quizá sea utópico esperar que la administración actual de Estados Unidos considere algún tipo de estrategia antiobesidad cuando todavía está ocupada desmantelando las políticas de la era Obama. Pero esa es razón suficiente para que los países que ingresen en nuevos acuerdos comerciales con Estados Unidos (por ejemplo, el Reino Unido posBrexit o el Canadá posTLCAN) sean cautelosos frente a cualquier cláusula que les ate las manos en la guerra contra la obesidad.
La discusión en ColombiaMuchos gobiernos han lanzado iniciativas para mejorar la educación alimenticia. Desafortunadamente, la publicidad de la industria por lo general eclipsa estos esfuerzos, al igual que los propios esfuerzos de los lobistas comerciales de Estados Unidos por imponerle los alimentos procesados y la comida chatarra al resto del mundo.
Resulta difícil ignorar el hecho de que la tasa de obesidad adulta de México se ha disparado desde la adopción en 1993 del Tratado de Libre Comercio de América del Norte. Si bien existen muchas causas, la inversión extranjera directa post-TLCAN en la industria de alimentos procesados y un incremento de la publicidad inciden de manera importante.
El consumo mexicano de bebidas azucaradas prácticamente se triplicó entre 1993 y 2014, y un nuevo impuesto a las bebidas azucaradas solo mitigó ligeramente la demanda. El otro socio del TLCAN, Canadá, también ha experimentado un incremento de la obesidad, en parte porque las importaciones estadounidenses han llevado a una marcada caída de los precios de la fructosa.
Es lamentable que los reguladores gubernamentales hayan actuado con tanta lentitud a la hora de intentar revertir estas tendencias, por ejemplo, ayudando a educar a la población sobre la ciencia de la alimentación. Y, durante demasiado tiempo, gran parte de la educación oficial antiobesidad se ha centrado en regular mecánicamente la ingesta de calorías, sin tener en cuenta que los diferentes alimentos tienen efectos drásticamente diferentes en el apetito (como resalta David Ludwig, profesor de la Facultad de Medicina de Harvard, en su excelente libro ‘Always Hungry’).
Los escépticos pueden señalar que los lineamientos sobre nutrición parecen cambiar constantemente, y que los alimentos pecaminosos del año pasado se convierten en los superalimentos de este año, y viceversa. Aunque esto tiene algo de verdad, la realidad es que la investigación sobre nutrición ha hecho un progreso significativo en las últimas décadas.
El Gobierno tiene otras herramientas a su disposición, más allá de la educación, para afectar los hábitos de comida de la gente. Puede y debe poner mayores restricciones a la publicidad dirigida a los niños, como han hecho el Reino Unido, Francia y otros países; la obesidad en los primeros años de vida puede causar problemas para toda la vida. (En Francia las bebidas gaseosas o con alto contenido de azúcar están gravadas y el Reino Unido anunció que hará lo mismo. Y esos recursos se usan para programas que estimulan el deporte, la actividad física y la comida sana).
Más allá de esto, David Ludwig, Dariush Mozaffarian, de la Tufts University, y yo hemos propuesto implementar un impuesto a los alimentos procesados, de la misma manera que se grava al tabaco. Los ingresos generados por el impuesto podrían utilizarse para subsidiar alternativas más saludables.
Quizá sea utópico esperar que la administración actual de Estados Unidos considere algún tipo de estrategia antiobesidad cuando todavía está ocupada desmantelando las políticas de la era Obama. Pero esa es razón suficiente para que los países que ingresen en nuevos acuerdos comerciales con Estados Unidos (por ejemplo, el Reino Unido posBrexit o el Canadá posTLCAN) sean cautelosos frente a cualquier cláusula que les ate las manos en la guerra contra la obesidad.
El Congreso de Colombia debería estudiar en este 2018 el proyecto de ley 022, con el que organizaciones civiles como RedPapaz y
círculos académicos buscan que se establezcan medidas de protección
para los niños y adolescentes a través de la regulación de la publicidad
de productos comestibles ultraprocesados y de los alimentos que causan
daños a la salud. El proyecto se enfrenta a una dura oposición de los
fabricantes de estos productos, pero a lo largo y ancho del mundo cada
vez son más los países que toman medidas al respecto. La ley de
etiquetado en Chile es solo un ejemplo de lo que se puede hacer por la
salud de las personas y contra el enorme costo económico que representa
de tener una población con altos índices de sobrepeso, obesidad y/o mala
alimentación. La encuesta sobre situación nutricional reveló que el
56,4 por ciento de la población colombiana adulta tiene sobrepeso o es
obesa.
KENNETH ROGOFF
Profesor de economía y política pública en Harvard
© Project Syndicate
Cambridge
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© Project Syndicate
Cambridge
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