En la catedral francesa de la plaza Gendarmenmarkt, el coro berlinés Shalom entona
Ani Ma'amin,
la canción de la profesión de fe judía según los trece puntos
compilados en el siglo XII por el cordobés Maimónides. Sus voces
resuenan poderosas en este acto conmemorativo del 70.º aniversario de la
liberación del campo de
exterminio nazi de
Auschwitz, en el que la principal oradora es Assia Gorban, una señora ucraniana de 81 años que afronta el micrófono con energía.
"Cuando
en julio de 1941 los ocupantes alemanes llegaron a nuestra ciudad, mi
abuelo dijo que no había que preocuparse, que los alemanes eran un
pueblo culto", evoca Gorban en esta velada serena, organizada el pasado
jueves por la asociación Iniciativa 27 de Enero, que toma su nombre del
día exacto de 1945 en que las tropas soviéticas entraron en
Auschwitz.
La señora Gorban no estuvo prisionera allí, sino en un campo de concentración de menor tamaño y relevancia dentro de la llamada
solución final
(la aniquilación de los judíos de Europa planificada por los nazis),
pero es una superviviente del Holocausto, y como tal sostiene que
seguirá relatándolo mientras le queden fuerzas. Assia era una niña judía
que vivía con sus padres y su hermano pequeño en Mogilev-Podolsky,
localidad de Ucrania (entonces parte de la Unión Soviética) cercana a la
frontera con Rumanía. La población judía de la ciudad era de 9.000
personas.
"Al llegar, los nazis convirtieron Mogilev-Podolsky en
un campo de tránsito para judíos expulsados de Rumanía y empezaron a
deportarnos a todos", explicó Assia Gorban, que fue recluida con su
familia en el campo de Petschora, regentado por colaboracionistas
rumanos. "No había comida, sólo mondas de patatas del rancho de los
guardias; intentamos huir dos veces y nos apalearon, pero al final con
sobornos lo conseguimos -recordó-. Sobrevivimos a la guerra en parte
también porque los rumanos eran menos estrictos".
El Holocausto
-la Shoá, según la denominación hebrea- tuvo muchos nombres de campos de
exterminio (Sobibor, Treblinka, Belzec, Majdanek, Chelmno...), pero el
de Auschwitz, instalado en 1940 en la localidad polaca de Oswiecim, a
setenta kilómetros de Cracovia, se ha erigido en símbolo de aquella
ignominia. Víctimas de las cámaras de gas, de trabajo esclavo, hambre,
enfermedad, tortura, experimentos de laboratorio o ejecuciones a tiros,
murieron en Auschwitz-Birkenau (nombre completo del campo tras sucesivas
ampliaciones) 1,1 millones de personas, según estimaciones aceptadas
por el museo y memorial instalado en el lugar. La inmensa mayoría eran
judíos de países europeos, pero también polacos, gitanos, homosexuales,
prisioneros de guerra soviéticos y testigos de Jehová, entre otros.
Hace ahora
70 años,
cuando el Ejército Rojo que avanzaba hacia el oeste liberó Auschwitz,
halló a siete mil supervivientes macilentos, un millar de cadáveres
amontonados para ser quemados y unos 600 muertos diseminados, casi todos
asesinados a tiros a última hora. La Segunda Guerra Mundial estaba en
sus postrimerías, se palpaba la derrota alemana, y ante el avance de los
aliados, los ejecutores de la indecible infamia intentaron borrar las
pruebas de sus crímenes antes de retirarse.
El 17 de enero, diez
días antes de la llegada soviética, el comandante del campo, Rudolf Höss
-que sería ajusticiado en la horca después de la guerra-, comenzó a
evacuarlo: 56.000 prisioneros fueron obligados a partir hacia otros
campos de concentración en extenuantes
marchas de la muerte,
casi siempre a pie. En esas marchas murieron al menos nueve mil personas
(algunos historiadores elevan la cifra a 15.000) por frío, hambre,
agotamiento o ejecuciones. Mientras, en Auschwitz, unidades de las SS
procedían a la eliminación: quemaron archivos en grandes piras y volaron
crematorios y almacenes. Pero suprimir todo rastro les resultó
imposible.
El 27 de enero, soldados del 60.º Ejército del Primer
Frente Ucraniano -así llamado porque entró en Polonia desde Ucrania-
abrieron las cancelas del recinto de Auschwitz y fueron recibidos con
júbilo por prisioneros exhaustos. Médicos militares soviéticos y
voluntarios polacos de la Cruz Roja iniciaron la asistencia a los
supervivientes. Los exprisioneros que se sentían con fuerzas se
marcharon casi inmediatamente, algunos por sí solos y otros en
transportes organizados hacia diversos lugares.
Pero al menos
4.500 seres humanos en gravísima postración pasaron entre tres y cuatro
meses en esos hospitales de campaña. Estaban tan esqueléticos que se les
tuvo que racionar el regreso a la alimentación normal: al principio,
sólo una cucharada de sopa de patata tres veces al día. Semanas después
de la liberación, las enfermeras aún encontraban pan escondido bajo los
colchones de los pacientes, aterrados ante el temor de que dejaran de
dárselo.
"Los supervivientes tuvieron que reconstruir sus vidas,
traumatizados, con secuelas físicas y psíquicas, algunos con
sentimientos de culpa por haberse salvado cuando otros murieron, y sin
querer dar detalles de lo que habían padecido, convencidos de que nadie
iba a creerles", explicó en la ceremonia de la Gendarmenmarkt el
embajador de Israel en Alemania, Yakov Hadas-Handelsman. Muchos optaron
por callar. "Un superviviente del Holocausto me dijo hace poco que en 60
años de matrimonio no había hablado del tema con su esposa jamás",
añadió Gideon Joffe, presidente de la Comunidad Judía de Berlín. En
Israel, los hijos de los deportados también prefirieron el silencio; los
nietos empezaron a preguntar.
"En unos años ya no quedarán
supervivientes del Holocausto, y es responsabilidad nuestra como
alemanes preservar el legado de los testigos, para que tengan rostro y
voz", afirmó Harald Eckert, presidente de Iniciativa 27 de Enero. Por
circunstancias del destino, Assia Gorban acabó viviendo en Berlín. "En
Petschora, mi abuelo salvó a mi padre ofreciéndose en su lugar cuando
los alemanes ya se lo llevaban del campo; fusilaron a mi abuelo -explicó
en la catedral, ante una audiencia enmudecida-. Pero ahora yo ya no
albergo odio hacia Alemania. Sólo quiero que algo así no se repita nunca
más".